Hace algo más de un mes una de las figuras más relevantes del manga contemporáneo nos dejaba, hablamos de Jiro Taniguchi. El auge que este maestro del manga estaba viviendo hizo que su ausencia fuese aún más marcada, helando con su marcha el corazón de seguidores de todo el mundo. Por suerte gran parte de su obra más conocida ha sido publicada en España, especialmente gracias a la impecable labor de Ponent Mon. En este artículo trataremos su peculiar manera de enfocar una constante dentro de su obra: la figura del padre.
Taniguchi es uno de esos autores que te esperan cuando comienzas a ver el mundo con ojos adultos. Su particular prisma ha marcado una pauta a seguir y que por desgracia en poco tiempo será la leyenda que no puedes ser mientras vives. El cuidado de los detalles, la importancia de momentos concretos aparentemente insustanciales pero llenos de contenido, se quedarán para siempre en la memoria de quienes disfrutaron con obras como Barrio Lejano, El Almanaque de mi Padre o Cielos Radiantes, entre otras. Precisamente la memoria juega un papel importante, hasta el punto de poder revivir el monólogo interior de un niño con una precisión que puede hacernos pensar que hay bastante del propio Taniguchi en esas líneas.
Otro indicio de que este mangaka volcaba en su obra bastantes de sus vivencias personales es la impresión de que detrás de todas sus obras encontramos el mismo telón de fondo. Encontramos historias no sólo diferentes, sino aparentemente inconexas, en las que se cuenta una infancia difícil y llena de pérdidas personales. Aquí es donde entra una constante en la práctica totalidad de su obra: la difícil relación de alguno de sus personajes, a menudo el protagonista, con su padre.
Si hay algo que no falta en su obra es la noción de que las relaciones personales conllevan dolor. Todas las relaciones causan sufrimiento en mayor o menor grado, y probablemente la que más aterrorizó a ese hipotético Taniguchi de niño fue la que marcó un padre asolado por las exigencias sociales de la vida nipona de su época. La rigidez de las normas, la falta de diálogo y las penurias económicas de un país asolado por la guerra hacen que en algún momento salga a relucir lo complicado de un vínculo en el que en uno de los extremos hay un niño incapaz de procesar todo el trasfondo que marca su vida familiar.
En cierto modo, da la impresión de que el propio autor intenta explicar al niño que fue la razón de su sufrimiento, mientras que el niño que queda dentro de Taniguchi le obliga a introducir en su obra elementos sobrenaturales que repararan el dolor insoportable de una vida llena de ausencias.
Un aspecto bastante delicado en esta constante lucha con el recuerdo paterno es la manifiesta actitud de espera. En todas sus obras que reflejan un conflicto paterno-filial, hay una expectación por encontrar una respuesta, más que un sentimiento de rencor puro. Siempre parece dar al padre la posibilidad de explicar su actitud y siempre deja abierta la puerta a una posible reconciliación en el caso de que esto sea materialmente posible. Este padre resulta ser siempre una persona cargada de serenidad, paciencia y voluntad de esfuerzo. Incluso cuando el conflicto desencadena en un abandono familiar, hay más ansia de reconciliación que de compensación por el dolor sufrido. En ese momento, la compleja trama y la detallada descripción dan paso a la simpleza de un niño desesperado que pregunta “¿por qué?”, con una actitud compulsiva, emocional y ansiosa de respuesta.
En todas estas historias este es el marco en el que construye al adulto que queda después. Siempre es una piedra angular en una historia en la que quizá esta relación padre e hijo no tiene el protagonismo que pueden tener otros títulos del mismo autor, pero con relevantes consecuencias para la forja del hombre que se presenta en obras como Los Años Dulces.
Jiro Taniguchi es un autor amargo, con una profunda convicción de que la alegría desmesurada y continua no existe, con un tremendo gusto por los momentos reflexivos en los que el monólogo interior tiene un peso enorme. En su obra, la contemplación de un paisaje o la búsqueda de matices en un plato tradicional japonés pueden ser más enriquecedores que la acción frenética. Con este mismo cuidado nos presenta su visión de la compleja relación con un padre que, si bien siempre es ficticio, puede que tenga bastante del hombre que engendró al propio Taniguchi y, de alguna forma, a su propia obra.
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